El inglés es una herramienta muy eficaz para transmitir conocimientos y sensaciones: es flexible y posee un gran y versátil poder de renovación en permanente fluir, especialmente en su léxico, en su fraseología, y para el cual nada parece ser extraño.
Tenemos, pues, constantes cambios, adiciones, innovaciones. Es el idioma oficial de los Estados Unidos, de Canadá, de Australia, de Irlanda, de Nueva Zelanda, del Reino Unido también… y hay diferencias, pero el entramado básico de la lengua inglesa, lo que podemos llamar su gramática, los cimientos en los que se apoya, es igual en todos los países donde se habla.
Hay variantes, sí, pero las reglas básicas son las mismas. Y esas reglas básicas nos permiten entender a un irlandés, a un escocés, a un canadiense o a un norteamericano sin grandes problemas, especialmente si el hablante tiene una cultura, más o menos lograda, y si renuncia a localismos y jergas.
Lingüísticamente el inglés tiene como divisa e pluribus unum, y esto es de mi cosecha propia. Ahí yace, por el momento, su fuerza y, quizá, su vulnerabilidad a la larga.
(Encontraréis mucho más sobre la lengua inglesa en Gramática inglesa para torpes, Anaya, 2013.
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